De lunes a viernes convivían bajo el mismo techo, aquél en el que Juana había sido criada desde que nació. Su padre intentaba no discutir demasiado con ella, lo que no le era demasiado difícil porque su nieto Javi, el hijo de Juana, ya se encargaba de mantener casi todos los días de entre semana una o dos trifulcas con su madre.
El niño, al que toda la familia seguía tratando como tal, se estaba convirtiendo ahora en un adolescente, respondía más a las subidas de tono de su madre, a los gritos de su padre y a veces incluso a las llamadas de su abuelo Jaime, con más agresividad y dejando claro que no quería que se le pisara ni que se pasara de él como de un mueble.
Bajo ese mismo techo, de lunes a viernes vivían tres generaciones distintas, sin poder obviar a la mama, que era la mujer de Jaime, la madre de Juana, la suegra de Pepe y la abuela de Javi, y por supuesto era, la señora María.
La señora María, de 86 años, había llevado una vida de ama de casa, con un carácter fuerte y brusco que había ido perdiendo, o más bien cambiando, desde hacía unos pocos años. La primera noticia que le hizo pararse y la obligó, por orden de los médicos, a estar más tranquila y a intentar no enfadarse tanto fue la llegada del cáncer.
María había visto por la televisión, en los cárteles del médico y también le habían hablado de algún conocido que había padecido cáncer de “lo que fuera”, pero cuando llegó la confirmación de que sus dolores de barriga, espalda y cansancio generalizado se debían a aquel enemigo tan extendido en la sociedad, se quedó ahí sentada delante del médico, en silencio y mirando fijamente al emisor de aquellas palabras.
A su lado, su hija Juana, auxiliar de enfermería, y quien invariablemente le acompañaba a las visitas con el doctor y, como siempre, empezaba a preguntar y reprochar al mismo tiempo – ¡ya lo sabía yo! que no era normal que estuviera tan parada, mi madre, que siempre estaba de un lado para otro, madre mía, y ahora ¡qué vamos a hacer! Y usted, que decía que era normal para su edad…. –
Después de varios tratamientos y poca mejoría, la señora María se sentía cada vez más cansada y confusa y aquellos que la rodeaban también lo iban notando.
María, además de sus achaques físicos, había comenzado a tener despistes de nombres, de lugares, de cosas; lo que se agravó en el tiempo manifestando síntomas que para todos estaban bastante asociados al famoso Alzheimer, hasta que un día, la señora María, que tantas broncas había tenido con todos los miembros de su familia, dejó de articular palabra.
Pero aquella casa estaba ya impregnada de un ambiente de gritos y broncas continuas que parecía que sus descendientes no iban a cambiar. Así lo defendían a capa y espada, pues todos los días había una discusión entre el abuelo y la hija por los cuidados de la mama, y entre Juana y su hijo porque éste pedía demasiado y hacía lo que le daba la gana, es decir, nada.
No quedaba nadie fuera de la ecuación de disputas, Pepe también había entrado en la dinámica familiar y se gritaba, por supuesto con su hijo Javi y con su esposa, pero también había extendido los conflictos a su suegro, con quien discutía fervientemente por el fútbol o porque este último estaba como ausente y no ayudaba a su hija Juana en el cuidado de la señora María.
Sin embargo, parecía que algo sucediera al llegar el viernes, como si fueran rozados por una varita mágica que los suavizara a todos y consiguiera que dejaran de guerrear. Los viernes era el día en que la segunda y tercera generación se iba a pasar el fin de semana a su casa, a lo que podría denominarse su verdadera casa, aunque en realidad no lo fuera. Eso sí, antes de marchar y para no perder la costumbre, Juana estallaba contra su padre, se gritaban un rato y después, tras el último portazo de la semana, llegaba la paz.
Este silencio y tranquilidad se habían acentuado, según pensaba Jaime, desde que su mujer había dejado de hablar, pues tenía todo el fin de semana para él solo, para estar en su casa tranquilito. No podía evitar quedarse con la sensación de que la separación de la familia era lo mejor para todos, para momentos después sentir miedo de esa soledad y de que a su mujer le pasara algo y él solo no fuera capaz de gestionarlo. Se sentía al mismo tiempo tranquilo y angustiado.
El sábado por la mañana, su hija llamaba para preguntar cómo habían pasado la noche, cómo estaba la mama y terminar con un “mañana estoy allí de nuevo, buen fin de semana”. Jaime colgaba el teléfono y volvía a su pensamiento contradictorio: miedo-angustia por sentirse y quedarse solo, y paz-tranquilidad en el silencio.
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